miércoles, 15 de octubre de 2008

Historias de amor. Yo y el ascensor

No era la primera vez que accedía a un ascensor. Tampoco era la primera ocasión en que un ascensor me retenía en sus entrañas, sin embargo, aquel día fue especial.
Pongámonos en situación, un inocente San Paco sale de la puerta del piso y descubre como el ascensor se para en su planta, abre las puertas y le incita a abandonar la idea de que bajar por las escaleras es demasiado deporte. Un valiente dedo se aproxima al botón gobernado por un cero y me precipitaba hacia un destino no deseado.
Planta cuatro… planta tres… planta dos… planta uno… planta uno… planta uno… planta uno… Viendo el retardo de dicho mecanismo, me dediqué a apretar compulsivamente el botón que solicitaba llegar a la planta baja, pero nada. Me encontraba en el limbo de los ascensores.
Durante el primer cuarto de hora que estuve apresado en aquel bucle espacio-temporal , mi vida consistía en pulsar la alarma y gritar cada vez que sentía a alguien pasar cerca. Pero nada. Mis esperanzas de sobrevivir se desvanecían a medida que pasaban los minutos y se me incrustaba el sonido de la alarma en el tímpano.
Me senté en el suelo de aquella plataforma que me retenía y pensé en todos aquellos errores que había cometido durante mi corta vida: quitarle los ruedines a la bicicleta; romperse el televisor y buscar una ranura en el horno para enchufar la Play Station; meter el Furby en el microondas; confundir la secadora con la lavadora; pensar que el Cola Cao húmedo es un buen sustituto de la Nocilla, hacerme una tarta de queso con queso del Cigarral, sobaos Martínez y mermelada de frambuesa… pero fue en ese momento, a la media hora de mi encarcelamiento, cuando tuve un flash-back a lo Mac Gyver. No me acordaba de que existía una técnica sofisticada para abrir la puerta de forma manual, es decir, abrirla a pulso.
Mis brazos notaron la tensión, la puerta metálica se resistía, mis músculos temblaban de la fuerza, la puerta empezaba a ceder, el sudor empañaba mi agonía y mi cara, apenas unos centímetros abiertos me enseñaban el exterior, un último grito de rabia hizo que la puerta temblara ante mí, mostrándome lo que se encontraba detrás… un muro de hormigón. Muy bien, Paco.
Me senté de nuevo en aquel frío suelo, enfrente de aquella pared, comencé memorizar todos los nombres inscritos en aquel cemento, por si algún día, conseguía escapar para comunicar a todo el mundo todas aquellas personas que habían corrido la misma suerte que yo. Mientras sumaba mi nombre a aquella lista con la punta de las llaves, me dediqué a contar todas aquellas series de televisión que habían gobernado mi tierna infancia: Punky Bruster, Alfred J. Cuack, Harry y los Henderson, Willy Fogg, Delfi… bailaban en corro hasta que noté un haz de luz mental. Pensé: “¿Qué hubiera hecho George Peppard (Aníbal) en un capítulo de el Equipo A en mi situación?”
Vi que en la parte inferior de la pared de hormigón se entreveía un palmo de la puerta de la planta baja, con una ranura por la que veía el exterior de apenas unos cuatro centímetros. Saqué un paquete pañuelos que me había obligado mi santa madre a meterme en el bolsillo antes de salir de casa y empecé a introducir pedacitos de clínex por dicha obertura. ¿Nadie ve sospechoso que un ascensor escupa trocitos de papel para los mocos? Pues al parecer, no.
En un último delirio tuve la idea que marcaba morir allí o vivir fuera. Desabroché mis preciosas zapatillas de deporte J´haiber, até el cordón a la bolsita del paquete de pañuelos como si se tratara de un anzuelo, metí dicho artilugio por la ranura hasta que fuera bien visible en el exterior y me dediqué a moverlo compulsivamente cual hábil pescador de truchas.
Al cuarto de hora, algo se aferró a mi cebo higiénico, una voz femenina alentadora preguntaba “¿Hay alguien ahí?” Muy bien, va a salvarme el humano con más coeficiente intelectual del planeta. Mis posibilidades de sobrevivir descendían. De pronto, escuché una frase que provenía de un hombre que me decía “¿Quién eres? “ De puta madre, ¿depende de quien sea me sacas o no? Mi índice de supervivencia entraba en cifras críticas. Abrieron la puerta, miraron hacia arriba y me observaron allí sentado, con el cordón de mi calzado entre las manos, provocando la cuestión de “¿Qué haces ahí?”. Perfecto, tres cuartos de hora encerrado en un ascensor y la primera frase coherente que escucho de una forma humana es esa. Por favor, dejadme en el ascensor. Dos tontos en el mundo y me tocan a mi.
Finalmente, el ascensor empezó a moverse, parando en la segunda planta. Las puertas se abrieron anunciando mi victoria y el perdón de mi vida. Pero el resto… es otra historia.
San Paco 1 – Ascensor 0.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

genial Paco, genial...
y como todas las cosas que solo te pueden pasar a ti, LEGENDARIO!! jeje

Anónimo dijo...

Me parece Paco que vas a comenzar a hacer deporte en breve xDDDDD

Anónimo dijo...

Jajaajajja cada vez que lo cuentas gana la historia jajajaja

Te han tocao l@s dos ti@s con mas luces de la rut!!!

cuidado hermano es la segunda vez y a la tercera va la vencida y te jala el ascensor xD

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