domingo, 28 de septiembre de 2008

San Paco, Odisea en RENFE

Aunque parezca mentira, a mis veinte años, aún me acuerdo de mi primer viaje en tren. Un minipaco de medio metro agarrado, cual koala, a su abuelo y un vagón. Me senté en una especie de asiento y aquella furgoneta gigante se empezó a mover. Miraba al padre de mi progenitora con una cara que rozaba el miedo, la curiosidad de una experiencia nueva y la confianza que me inspiraba aquella mano que me sujetaba del brazo.
Ahora intento hacer memoria de quién estaba con nosotros en aquel vagón, las causas de que estuviéramos en la estación o lo más importante, ¿a dónde íbamos? No debimos ir muy lejos, porque desayuné en mi casa y a las dos estaba de vuelta devorando croquetas (creadas, con todo el cariño y afecto, por las santas manos de mi madre) como un cosaco. Siempre he tenido la ilusión de que mi abuelo se hizo con los mandos de la locomotora (a lo Chuck Norris) matando al maquinista, para que así su nieto pudiera apreciar el movimiento de aquella serpiente metálica. Bendita imaginación.
Ahora os meteré en tesitura. ¿Habéis visto alguna película americana romántica? Supongo. Cada domingo de verano echan una por la noche, no interesan, pero entretienen, aunque sea riéndote de ellas. Pues entonces conmemoraremos aquella célebre escena en la que nuestra querida protagonista está esperando sentada en una maleta, cierra los ojos , se introduce en un flash-back donde se escucha la última frase que le dijo a su novio: “Me voy, no quiero despedirme de ti, estaremos mucho tiempo separados y no volveremos a ver hasta… no sé. Pero recuerda, ocuparás siempre mi corazón.” Después aparecen imágenes de la pareja de tortolitos en los últimos paseos, los últimos besos, aquella tarde en la pista de patinaje (donde el protagonista se fracturó tres costillas, sin embargo la novia se dedicó a dar vueltas a su alrededor, sonreía con cara golosa y le decía “me dijiste que sabías patinar”) o aquel baile de graduación donde no había nadie borracho, ni con una corbata en la cabeza y todo el mundo sabía bailar bailes de salón (sí, a eso lo llamo un fiestón). Mientras, el novio recorre una terminal de un aeropuerto con una longitud cercana a los treinta kilómetros, que yo razono y matemáticamente es imposible que exista un aeropuerto de tales dimensiones. Pero vamos a pararnos y analicemos detenidamente este recorrido.
En América, hay dos frases que te dejan hacer lo que te de la real gana: “Soy policía” o “Es la chica de mi vida”. Sólo hay una cosa que puede hacerle sombra y es el juego de “Atrevimiento, beso o verdad”; te toca prueba de “atrevimiento” y tienes licencia para tocarle el culo a todas las niñas de tu clase, cosa que aumenta en credibilidad si le palpas el trasero a una chica, se gira y antes de que te suelte la torta de turno, le dices “es un juego y me ha tocado prueba… además, eres la chica de mi vida”, entonces es cuando le tocas el culo y todo el mundo empieza a aplaudirte. Volviendo al tema, nuestro protagonista se encuentra sudando lo suyo mientras recorre aquel pasillo interminable, sin embargo va gritando “es la chica de mi vida”… vale, todos los viajeros retiran las maletas para crear un camino, las dependientas que facturan el equipaje le indican dónde encontrar a la chica de su vida, los viajeros le cuelan en aquella cola en la que han estado esperando hora y media, los policías le perdonan no pasar los controles y le dan una palmada en la espalda mientras le grita “corre hijo”, incluso el pastor alemán antidrogas levanta la cabeza y le ladra a lo lejos con cierto aire simpático. Al final, se encuentran los enamorados, se funden en un beso y todo el aeropuerto les rodea mientras les aplauden.
A ver… hemos importado de Estados Unidos los jeans, las hamburguesas, la Coca Cola, Papá Noel… ¿y qué nos ha pasado con todo el conjunto de valores y modales que allí se usan? No digo que invadamos un país cada vez que Burguer King quiera abrir una nueva franquicia ni que cada mañana que nos cabreemos porque no encontramos las zapatillas porque estaban debajo de la cama, vayamos a la cocina, cojamos un subfusil de asalto m-16 A2 con lanzagranadas que tiene escondido mi madre al lado de la masa para empanadillas y nos carguemos a media facultad. Pero algo si podíamos aprender de ellos.
Pues un día decidí comprobar si lo que ocurría en la película era cierto. Pero hay que cambiar ciertas cosas por falta de presupuesto. “Protagonista novio guapo” hay que cambiarlo por “barbudo feo, yo”; “aeropuerto de Michigan de treinta kilómetros de longitud” por “estación de RENFE”… lo de “protagonista novia guapa” no hace falta cambiarlo.
Allí se podía observar a mi novia esperando en el andén después del último beso. Y un San Paco, decidió emprender su aventura para robar un beso clandestino a su amada. Paco, barbudo, camiseta negra, gafas de sol, pantalones oscuros, zapatillas J´haybher blancas… bajando por escaleras mecánicas en sentido contrario para llegar al andén; desde arriba parecía todo muy fácil, pero cuando aquellos escalones empezaron a desplazarse en mi contra… todos mis planes perdían peso, a mitad de escalera tuve que pararme a recoger los pulmones que se me habían caído; gracias a la fuerza del amor y la ayuda de la gravedad en relación a mi peso conseguí llegar al último escalón. El siguiente paso se basaba en encontrar a mi novia. Nada de caminitos con maletas, todo el mundo pasando del tema… pero allí estaba ella, de pronto se paró el tiempo, la brisa (quitaron el aire acondicionado)… y nos fundimos en un beso que duró lo que tardaron dos primos de Shaqueal Oneal en agarrarme por la espalda, pero el beso ya se lo había dado (a mi novia, no a los de seguridad) y ya era feliz. Los guardias me preguntaron “¿nos acompaña?” a lo que mi mente interior respondió “¿tenemos otra opción?”.
Los armarios a lo que tenía el placer de acompañar me pidieron el DNI y empezaron a apuntar datos, se tiraron un rato, yo creo que hasta me hicieron una foto de carnet a mano. Empezamos a subir la escalera mecánica, en sentido correcto… a cada centímetro que avanzaba, mi vida se iba vislumbrando con un futuro incierto rodeado de esposas, interrogatorios, barrotes, pastillas de jabón… Estaba imaginándome mis últimos momentos, ante la silla eléctrica, con mi traje naranja y mis padres protestando delante de la puerta de la prisión contra la pena de muerte; cuando uno de los guardias me sacó del trance preguntándome “¿has visto eso?”, yo intenté buscar respuesta, pero estaba absorto en mis pensamientos y mi vista sólo reconoció el cadáver de un murciélago incrustado entre las rejillas de la escalera, haciendo que contestara con cierto nerviosismo “¿el qué? ¿el murciélago muerto?”. El encargado de seguridad se estaba refiriendo la señal que prohibía el paso y que previamente me había saltado, sin embargo, observando mi respuesta los guardias se miraron entre sí como diciendo “¿la familia nos agradecerá que no lo arrestemos?”. El más joven de ellos, sin apenas girar la cabeza, dijo “anda vete, pero que no vuelva a ocurrir… de todas formas ya recibirás noticias de todo esto”.
Hasta hoy no he recibido nada ni a nadie. Pero todo esto me ha hecho recapacitar. ¿Esto ha ocurrido por casualidad o ha sido fruto de una venganza? Un argumento más que apoya mi teoría de que mi abuelo mató al maquinista de mi primer tren.

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