sábado, 25 de julio de 2009

¡Peligro, verano!

Me encantaba deleitarme con aquel cielo azul, aquellas aguas cristalinas de aquel mar turquesa, aquellas arenas blancas y finas gobernadas por aquel cocotero casi tumbado en la línea del horizonte, aquella mujer de cuerpo esbelto con un bikini ínfimo que jugaba con mi imaginación, aquellos… un grito de mi padre hizo que quitara de mi vista la postal, estaba tardando demasiado en comprar el periódico y allí, me veías a mí, un hombrecillo con sobrepeso, una camiseta de propaganda de cerveza y la cruda realidad: un verano en familia.

Durante todo el año pensabas en lo que ibas a hacer en verano. Después, llegaba el final del verano y te sentías defraudado. Y es que el verano no deja de ser un fraude de tres meses que tenemos que sufrir una vez al año.

Aún me acuerdo de aquel último día de colegio, llegabas a tu casa y celebrabas junto a tus padres que habías aprobado todas con muy buenas calificaciones. Primer fraude. A la semana aparecía tu padre con unos cuadernillos de tareas de vacaciones y te decía “toma, para que no se te olviden las cosas en verano”. Yo, como ser humano, me sentía engañado, ¿cómo que no quiere que se me olvidaran las cosas? Ahora es cuando se me tenía que olvidar todo, relajar la mente; ¿se me olvidó para el examen? ¡No! Saqué un maldito sobresaliente y los que suspendieron ahora no tienen cuadernillos de apoyo. Por eso me vi obligado a aprender y a solucionar mi futuro estival. Suspendía alguna y así me aseguraba un verano sin cuadernillos. La culpa de que el sistema educativo español vaya en picado la tienen los de Santillana y sus malditos cuadernos.

Pero cierta mañana te despertabas sobresaltado, tus padres corrían de un lado a otro cargando con maletas; que si toallas, que si bañadores, que si la abuela… Ya, una vez dentro del coche, mi madre empezaba a recitar a mi padre lo de todos los viajes “¿Has cerrado las ventanas? ¿Has apagado el calentador del agua? ¿Has cerrado la puerta con llave?...” Así hasta acumular un cuestionario de cerca de 47 preguntas sólo demostrables si te bajas del coche y lo compruebas.

El viaje prometía. Mi hermano, mi abuela y yo durmiendo en los asientos traseros con los cuellos doblados hacia delante en tal ángulo que nuestras narices rozaban el pecho; nuestra posición de los pies no era más cómoda ya que en las alfombrillas estaban puestas la jaula del hámster de mi hermano y otra maleta de contenido misterioso y compacto, así que teníamos que ir a lo Dalai Lama. Mientras tanto, se escuchaba el disco recopilatorio de las mejores baladas de Luis Miguel, mi madre lo tarareaba y mi padre decía la última palabra de cada frase de la canción.

Por fin el coche paraba y no era porque mi hermano hubiera visto otra gasolinera y tuviera ganas de hacer pipí. ¡Estábamos en la playa! Se veía el mar impetuoso, se veían las gaviotas sobrevolando la cálida arena… se veía un coche cargado de maletas, sombrillas, hamacas, bolsas, el hámster de mi hermano, más maletas y más bolsas. Mientras subías todo a un apartamento alquilado en una cuarta planta, te preguntabas si era posible que todo aquello que estabas llevando estuviera escondido en tu casa, ¿pero dónde? Pues “en su sitio” como dicen las madres.

Pues allí estábamos, después de montar el campamento familiar veraniego en el apartamento, nos decidimos a emprender nuestra aventura en el terreno, en la playa. Ahí estaba yo, con mi camiseta blanca de propaganda de cerveza, un bañador tipo slip (que acababa convirtiéndose en un tanga), mis chanclas de playa, una hamaca en cada brazo, una sombrilla, las gafas de buceo en el cuello, la toalla de pececitos y olitas en el hombro, la tabla de surf de corcho que te regalaban comprando yogures y la abuela agarrada del brazo. Pues si en este estado reunías las fuerzas suficientes para levantar la cabeza, observabas la mitad de la playa desértica y tranquila, mientras que la otra parte estaba llena de sombrillas y gente comiendo tortilla con arena. ¿Dónde nos poníamos nosotros? Delante de todo el bullicio y el griterío. Imaginadme a mí cargado, un niño inocente y regordete, soportando las críticas e insultos de las sombrillas vecinas. No hay derecho.

Una vez instaurada la base de operaciones comenzaba el ritual, mi madre nos ponía en fila a mi hermano y a mí para echarnos protector solar. Partamos de la base que el protector solar era de factor 60, pero mi madre nos ponía doble capa, convirtiéndose en un factor 120. Entre mi sobrepeso y mi inminente albinismo la gente se echaba fotos conmigo como si fuera el muñeco de Michelin. Ya estabas preparado para no quemarte en veinte años, el mar te llamaba y tu madre te decía “ahora espérate a que lo absorba la piel”. ¿Cómo? Pero si tengo en la barriga tanta crema que no podré abrazar a mis hijos por miedo a que se me resbalen. Así que en un descuido, me lanzaba cual cachalote libre hacia el mar. Una vez dentro, percibías como tu piel iba tomando color de nuevo, en detrimento del agua, que se iba volviendo cada vez mas blanquecina a tu alrededor, desde arriba parecería un huevo recién echado a la sartén. Cogían color hasta las medusas y mira que era difícil.

Pero perdonadme, voy a hacer un alto, quiero denunciar uno de los grandes fraudes veraniegos: los objetos hinchables y pinchables.

No quiero hablar de la famosa pelota de Nivea, la mía la debe tener algún chiquillo más allá del Atlántico. Sino de objetos como “los manguitos”. Le tenía pánico a los manguitos, no me creía que dos bolsillos agarrados del sobaco pudieran aguantar conmigo… y así fue, me compraron unos manguitos de ratoncitos con los que me daban las orejas en sus orejas y me salió un sarpullido; no obstante, los ratoncitos gemelos se tomaron su revancha, ya que un día se pinchó uno y se desinfló mientras yo nadaba alegremente por el mar. Mis padres todavía guardan aquella foto en la que sólo se ve un brazo emergiendo del agua porque se supone que estaba saludando ricamente y no estaba luchando por aguantar el aire en mis pulmones.

Y otro objeto paradójico es la colchoneta. Mi padre nos compró una, nos tiramos una mañana inflándola casi filtrando el desayuno por la boquilla, terminas, tienes agujetas en los mofletes, llevas tan orgulloso tu colchoneta al mar, te consigues sentar al trigésimo cuarto intento y… ya. ¿Qué interés consigo? Sentirme estúpido. Llegas, inflas y te sientas. Qué fraude señores. Si es que no tiene chicha.

Estudiando las adversidades que me rodeaban en aquel terreno hostil decidí crearme mi propia muralla. Creé una de arena, pero un jovenzuelo desconsiderado la pisó mientras jugaba al tenis-playa o cómo se diga. Tenía que buscar materiales más sólidos. Con un alarde de paciencia me dediqué a crear una barrera de cerca de medio metro de altura, con pequeñas variantes estructurales, como introducir piedras de considerable tamaño y erizos de mar en el interior; sin embargo aún había gente desconsiderada que plantaba el pie, de forma dolorosa, en mi construcción. Debía ampliar mi zona defensiva, por ello me dediqué a hacer agujeros en el suelo, taparlos con un papel de periódico y echar un poco de arena por encima. Mi campo de minas estaba a punto de ser efectivo al completo, ¡iba a llover sangre de aquellos que osaran traspasar la línea! En verdad, lo que me llovieron fueron collejas de mi padre cuando se percató de que robaba palos de los espetos y los metía dentro de mis agujeros-trampa. Sólo estaba defendiendo lo que es mío.

Llegó el último día, recogimos todo el apartamento, cargamos el coche e hicimos recuento: bañadores, toalla de pececitos, hámster, maletas, bolsas, hamacas, sombrillas, disco de Luis Miguel… y comenzamos nuestra nostálgica vuelta. En el fondo, a todos nos ha gustado y lo echaremos de menos.

¿Y la abuela? Ya recogeremos a la abuela el verano que viene.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Paco, las mias eran iguales pero con mecano y gloria estefan en lugar de luis miguel....

Lala

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