jueves, 29 de octubre de 2009

DURA INFANCIA.HISTORIA DE UN CASCARÓN DE HUEVO.

Hola discípulas y discípulos, hace tiempo que estoy inmerso en el fascinante mundo de las redes sociales en Internet, sin embargo, en su momento, comencé a reunir todos los grupos que habían pasado por mi vida: compañeros de facultad, compañeros de bachillerato, compañeros de secundaria... así hasta llegar a preescolar y primaria. Que buenos momentos aquellos.
Eran momentos en los que el principal momento de reunión era cuando te unías al debate condescendiente de cada hora en torno a la papelera de la clase, con el pretexto de sacar punta a los lápices. El tiempo que le dedicarías a la conversación se vería reflejado por la cantidad de lápices que llevaras; así como, hacerte con el mero eco de un rumor, con un lápiz bastaría; pero si la discusión se basaba en las virtudes y aventuras de los progenitores de tus amigos, era mejor llevarse la caja de los Alpino. Tu padre siempre era mejor que los padres de tus amigos y había que defenderlo.
En mi clase me acuerdo que no éramos más de diez niños, siendo casi una minoría, si lo observamos desde la perspectiva de las más de veinte chicas de la clase. Así que formábamos casi un gueto para defendernos de los ataques indiscriminados de las damas con babi.
En nuestro colegio nos entrenaron para sobrevivir a las mayores catástrofes, nos encontrábamos de todo tipo árboles frutales o plantajas comestibles (pinos, almendros, naranjos, nísperos, moreras...). No es que se despreocuparan de nuestra nutrición, sino que se interesaban por nuestros métodos para conseguir la comida. Nuestros padres no nos daban el mítico bocadillo de salchichón con mantequilla del recreo, sin embargo, uno de nuestros compañeros siempre florecía cada día con un nuevo bocadillo y allí que empezábamos el resto de niños a merodear cuales buitres leonados rozando el aroma de un potencial bocado. El día que llevaba un bocadillo de pan de molde, las pupilas se nos dilataban y se nos aceleraba el pulso mientras le preguntábamos "oye, ¿te vas a comer los bordes?", en el momento que nos decía que nos ofrecía sus sobras empezaba una reyerta por saber a quién se le había otorgado primero dicho manjar. Las hienas del Serengueti son unas simples aficionadas.
Los derrotados, que no consiguieron hacerse con el sustento, teníamos que ingeniárnoslas. Para solucionar dicho problema, nos fijamos en los jardines y todos sus recursos alimenticios. Sin embargo, tuvimos que crear un tratado no firmado con el jardinero, mediante el cual nosotros le ayudábamos a recoger la hojarasca seca y él hacía la vista gorda sobre nuestras fechorías de subsistencia. Moras, almendras, piñones... se convirtieron en el eje central de nuestra dieta.
Es en el recreo donde te das cuenta del papel que ocupas en la sociedad. Ya eras mayor, tenías responsabilidades, estabas en primaria, tu reputación no era proporcional a la cantidad de plastilina que cupiera en tus fosas nasales ni a la cantidad de bolas de barro pudieras hacer en un recreo. Ahora incluso tenías que ir al servicio sólo y debían gustarte deportes barbáricos como el fútbol. Situémonos, nuestro campo de fútbol estaba invadido por un ejército de arbustos dispersos, la principal ventaja que encontrábamos es que nos ahorrábamos los defensas; sin embargo, en los días de lluvia, aquello se convertía en un verdadero fangal, los charcos crecían, las caídas se hacían presentes y allí que volvíamos jadeando, muy marroncitos todos, pareciendo una fila de imitadores de Chewaka.
En el fútbol de recreo, había dos situaciones incómodas. Primero, la selección de jugadores. ¿Cómo era posible que escogieran siempre a Dani con sus muletas, el niño del eterno esguince, antes que a mi? Lo peor, es que después de seleccionar a Dani no dejaran entrar a nadie más porque ya estaban completos los equipos, dejándome papeles del talante de poste de portería o árbitro. Pero un día, Dani no venía a clase, los planetas se alineaban y había un hueco para mí en el juego. Era el día. Llegaba mi ansiado turno durante tanto tiempo, tenía el balón entre mis fofas piernas, empezaba a correr con el balón, mis compañeros de equipo corrían detrás de mi, me gritaban, me sentía el centro del juego, me daba cuenta de que el que se encontraba enfrente era el portero de mi equipo, retrocedía sobre mis pasos, el viento se ralentizaba, notaba el roce de los arbustos en mis rodillas, el barro se introducía en mis botas, chutaba con todas mis fuerzas, todo el campo estaba expectante del resultado de aquella hazaña... un balón caía más allá de los muros del colegio. No puede ser. Lo peor de tal desastre estaba por venir, había que saltar el muro en busca del balón extraviado y todo los dedos señalaban mi culpabilidad. He aquí la segunda situación incómoda. Algunos compañeros me ofrecieron su ayuda para alcanzar tan alta cima, pero me otorgaban sólo pasar al otro lado para poder devolver el balón, la vuelta al campo se convertía en un enigma de la soledad. El recreo continuó más allá del muro, me sentía como un berlinés antes de 1989.
Todos los recreos no eran tan nefastos, debido a mis capacidades motrices nulas, en cualquier juego de cierto nivel atlético (1x2, escondite, "tu la llevas", parchís...) los compañeros de clase, mediante consenso, me declaraban "Cascarón de Huevo". Dicho título me hacia invulnerable ante todo, tenía todo lo bueno y nada de lo malo; si quería, podía ejercer de cabrón apaleador y no recibir ningún tipo de represalia. "Te he pillado", "Has perdido el equilibrio", "Ahhh, te has equivocado", "Te he dado con la bola", "Ha sido gol en propia", "Me has pegado con el pie en la boca"... y yo respondía con aire de satisfacción "Ahhh, soy Cascarón de Huevo", que era lo más parecido a decir que no podía ser más tonto. Era lo inmediatamente anterior a la inmunidad diplomática de los mayores.
Y llegó la época de los míticos "Tazos". Para los que no les suene explicaré que eran unas pequeñas láminas circulares de plástico que regalaban en las bolsas de patatas frías y que los niños españoles coleccionaron durante algún momento de su vida; podían portar distintas imágenes, desde personajes de Dragon Ball o Looney Tunes hasta la colección de ciclistas de España. En teoría, los tazos se ganaban de cuatro formas: comprando muchas patatas fritas, siendo el matón del recreo, apostándolas en el juego o mi forma, negociando con los pequeños de preescolar. Era la mejor forma, no arriesgabas dinero ni pellejo y las pérdidas se veían rápidamente convertidas en beneficios. Un tazo de Dragon Ball eran siete de los Looney Tunes, ya que todos sabemos que Vegeta puede contra siete Patos Lucas, es un hecho comprobado científicamente. Con teorías de marketing similares me hice con una gran fortuna. Todavía conservo aquel pequeño tesoro de mi infancia como uno de mis grandes logros.
Pero mi reputación se vio seriamente dañada. Una Navidad, en la parroquia del colegio, se hacía el mítico belén viviente al lado del altar. Una cosa que siempre me ha intrigado es la permanencia de esos roles, siempre obtenían los papeles los mismos, sólo cambiaban cuando los actores se iban del colegio. La última vez que vi la ceremonia San José no necesitaba la barba postiza y el cornudo buey miraba llorando a la Virgen María, que soportaba en sus brazos a un Nenuco y lanzaba miraditas al Ángel Gabriel. Los únicos actores que eran modificados cada año eran los pastorcillos que eran algunos escogidos de un curso. Muy bien, un año le tocó a nuestra clase y llamaron a los padres para explicar lo de las fiestas y demás. Todos mis amigos estaban nerviosos ante tal actuación, algunos incluso se fueron al campo un mes para introducirse en la piel del personaje. No podía ser, era el día del acto esperado, todos mis compañeros con sus gorros, sus botas de campo, sus zurrones y ¡bastón y todo!; yo me miraba al espejo, no veía nada; me miraba las manos, tenía dos muñones de tela; buscaba mis pies y eran dos cacetinitos rosas... ¡iba de oveja! Allí estaba yo, con mis manos rosas, mi careta rosa, mis pies rosas, todo el cuerpo lleno de pelo blanco... de no ser por una campanita que llevaba en el cuello hubiera pensado que habían metido a Copito de Nieve o a un abuelo en el belén. Mi papel en la función se basaba en una intermitente repetición de la segunda letra del alfabeto.
Mi reputación no volvió a ascender, nada volvió a ser lo mismo, a la gente se le rompía los calcetines y venían a mi por si tenía lana. Menos mal que descubrí un reducto para aquellos asociales de mi clase, aquellos que nadie quiso en su momento, aquellos que fueron borregos en su momento... la biblioteca. Allí estaba a salvo de matones y risas indecorosas. Los libros y el saber me acogieron como a un pupilo sin pedir ningún tipo de requisito.
Sin embargo, aún puedo decir con orgullo... "Yo era... el Cascarón de Huevo".

6 comentarios:

Anónimo dijo...

No se ve la entrada y yo quiero verloo!!!! jopeee=(



Inma de Córdoba!
i(L) Borreguitoos!

Anónimo dijo...

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